Recuerdo que por los años 80, en su etapa más temprana, entrevisté al cuidador de autos de la universidad. Se llamaba Gaspar. Tenía unos 40 años, vivía en La Legua. Era su único oficio hasta la fecha y llamaba la atención por la permanente alegría que brotaba de su cara de tes morena calle, ésa que sólo tienen los que pasan el día y todos los días a pleno sol. Y él llevaba más de la mitad de su vida en eso. En todo ese tiempo, eso sí, salvo para ir al baño y con el debido permiso del guardia de turno, pocas veces había ingresado al campus.
Lo entrevisté casi como instinto de supervivencia. Quedaban dos horas para entregar el trabajo del ramo televisión y, obvio, no lo había hecho. Agarré cámara y micrófono, y partí a recorrer los pasillos dispuesto a improvisar. Así, tal cual, improvisando, lo seleccioné y así fue también cómo surgió el cuestionario. Inventaba una pregunta y mientras respondía, inventaba la siguiente.
En medio de esa vorágine, hubo una respuesta que me quedó dando vueltas. Le pregunté algo así como qué le decía a su familia o amigos cuando debía explicar qué y cómo era su lugar de trabajo, una universidad.
Me contestó con una descripción prolija y precisa del frontis. Con un relato agudo y crítico, aunque bien matizado, de la conducta de alumnos y profesores en materia de trato y propinas. Y con una descripción colorida de su relación de amor y odio con los guardias.
No es del caso analizar aquí el porqué la vida de Gaspar se estacionó, incluso con freno de mano puesto, en el jardín exterior de la universidad -tampoco es un muy difícil concluir que debe de haber sufrido un viento en contra harto fuerte-. Pero sí es del caso relevar que su definición del recinto está en el barrio de una de las acepciones aceptadas, ésa que habla de un edificio o conjunto de edificios destinado a la enseñanza superior. Pero, claro, naturalmente está muy lejos de la esencia, aquella relacionada con el traspaso y la generación de saberes, la mirada crítica, la investigación, la vinculación social y con el cultivo de la mente y el espíritu. Todo ello, por cierto, ocurre tras el frontis.
Miremos desde la vereda del frente, primero.
El Teatro Nescafé de las Artes también es un edificio. Está en Manuel Montt 032 desde hace 68 años. Se ha llamado Marconi y también Providencia. Ha sido teatro-teatro, sala de cine arte y hollywoodense, y recinto de conciertos pop y rock. Ha tenido épocas de gloria, como en los 50, y períodos de olvido miserable que estuvieron a punto de llevarlo a la extinción, como en la etapa más temprana de los años dos mil.
Crucemos la calle, ahora.
Alfredo Saint-Jean, mente inquieta, apasionada, tenaz e incombustible, fue quien rescató el lugar. No era desconocido para él, en todo caso. Allí, en los 60, cuando todavía era Marconi, el flaco alto veinteañero de tes blanca algo rubio de origen croata inició lo que hoy es conocido como un emprendimiento innovador y trasgresor: organizó conciertos de rock en un día de descanso sacro (domingo) y a una hora de entretenimiento exclusivamente infantil (mediodía). Sin que él lo sospechara en aquel instante, ése fue su inicio como prolífico gestor cultural, aun cuando en ese entonces el oficio no existía y el término estaba lejos de inventarse.
Cuatro décadas después, Alfredo volvió a Manuel Montt 032. Barrió con la vetustez anquilosada, lo restauró entero y lo dotó de comodidades y tecnología de vanguardias, iniciando así su segundo emprendimiento en el mismo recinto. Claro que esta vez la innovación ya no era la trasgresión. Es, más bien, el sincretismo de su paso por el manejo de centenares de artistas nacionales e internacionales; por la organización de eventos musicales y políticos históricos; por la producción de fiestas culturales; por la creación de carnavales; por la dirección de cientos de espectáculos teatrales, circenses y de danza, aquí en Santiago, en regiones, en otros países. En fin.
Entremos, finalmente.
Irene González, mente aguda, impetuosa, culta y sensata, es quien teje los hilos de la programación que envuelve a los espectadores para dar con la pócima justa de teatro, danza, ballet, pop, rock, folclor, ópera, tango, circo, humor, vado, jazz, metal, solistas, bandas, cantautores…
Irene cuida con dedicación de artesana que los espectáculos sean de calidad, novedosos, interesantes, variados y cautivadores. Y le abre un respetuoso espacio, además, a aquellos que reuniendo todos esos atributos tienen sólo rentabilidad social, mas no económica.
Su tarea, por lo tanto, está lejos de llenar con algo un escenario. Lejos. Su misión ha sido, por lo visto, inundar proscenio, pasillos y butacas de una experiencia: exponerse y dejarse llevar por todos los saberes del arte, de manera de cultivar la mente y el espíritu.
Pero para vivir esa experiencia, eso si, quienes no tuvieron viento en contra o si lo tuvieron ya lo superaron, deben saber traspasar el frontis.
Patricio Ovando S.
Asesor Comunicacional
Teatro Nescafé de las Artes