Cuando era niño, y también en mi primera juventud, yo iba a misa, iba mucho a misa, obligado. Por la familia, por el colegio, pero iba. Y me gustaba, me llamaba la atención ese recinto que tenía algo especial, que creaba una atmósfera distinta. Me gustaban los ritos, me gustaba ver a la gente concentrada en algo, creyendo en algo y todo lo que allí pasaba. Entonces quise ser monaguillo (muchos actores hemos empezado por ahí, siendo monaguillos). Había que vestirse en la sacristía y había como que actuar, hacer algunas cosas, decir algunos textos…
Yo no era muy bueno como monaguillo. Una vez me tropecé en esa sotana que uno se ponía y me caí con la vinajera. Tampoco con la campanilla era muy bueno, nunca la tocaba en el momento justo. Así es que mi carrera de monaguillo duró poco. Pero entonces había algo que me impresionaba mucho en la iglesia. Había una lamparita que estaba siempre iluminada y cuando yo pregunté qué significaba eso, me dijeron que ahí estaba Dios. A mí me llamaba mucho la atención y cuando iba por la calle y veía iglesias, me decía: ‘allá adentro debe haber una llamita y allá adentro está Dios’.
Hay magia cuando uno pasa frente a un teatro.
Después, con el tiempo, dejé de ir a misa, pero claro, fui al teatro, y en el teatro encontré que había algo parecido: también estaba esa gente concentrada, conectada con algo especial, había unos ritos, era los actores. Y yo también, así como quise ser monaguillo, quise ser actor.
Y sentía que ahí no había esa lamparita, pero habían muchas lámparas. En vez de una había una enorme cantidad de lámparas, y ahí también, de alguna manera, estaba Dios, pero no representado por la lamparita, sino por actores, cantantes, bailarines y la gente estaba conectada con algo a través de ellos. Y eso me producía una fascinación que todavía me dura.
Por lo tanto, cuando yo paso en cualquier parte del mundo frente a un teatro, me pasa lo mismo que cuando chico con las iglesias, digo ‘allá adentro hay energía, allá adentro pasa algo, ahí hay algo que es como Dios’. Y me dan ganas de entrar a ese teatro, de ver qué obra están dando, de participar en eso.
Hay magia cuando uno pasa frente a un teatro. Y es por eso que es tan triste cuando desaparece un teatro.
En Chile, en Santiago, han muerto tantos teatros. Han desaparecido el Teatro Carrera, el Teatro Alameda, el Teatro Marconi; últimamente algo que me duele mucho a mí, el Teatro La Feria, de Jaime Vadell. Treinta años haciendo teatro y de repente esa llamita, ese Dios que está ahí, ya no está más. Por eso es tan triste, algo se apaga.
Por eso es tan grande y produce tanta alegría cuando alguien pone otra llamita y se enciende nuevo y parece que de nuevo hay otro lugar con vida, donde también la condición humana va a ser representada, porque eso es lo que pasa en los teatros. Ahí estamos los seres humanos representados en lo mejor, en lo peor, pero es un lugar donde nos contamos a nosotros mismos. Y si falta eso, si no nos contamos como somos, ¿qué pasa en el mundo?, ¿qué pasa si no nos sabemos reflejar?, ¿si no sabemos reflexionarnos? Perderíamos mucho.
Entonces, los teatros son esa magia. Los teatros tienen que estar ahí por eso. Como las iglesias. No toda la gente entra a las iglesias, no toda la gente entra a un teatro, pero sabe que está ahí, sabe que ocurre algo.
Y este teatro es una nueva llama que Alfredo lleva como un atleta olímpico, junto con NESCAFÉ, y bien por NESCAFÉ porque son pocas las empresas que se ponen, para qué estamos con cuentos. Ojalá siguieran ese ejemplo muchos.
Bueno, esa llama que se pone aquí de nuevo, es vida, es contarnos a nosotros mismos. Y la gente que pase por fuera va a decir ‘yo quiero entrar ahí, ahí pasa algo importante, algo grande, hay una magia, ahí ocurre algo lindo’.
Ahí está la gente reflejándose. Ahí está la gente mostrando cómo somos, cómo vivimos, cómo nos vamos desarrollando en este mundo.
Y por esta vida, por esta llama que es eterna, amigos míos, ¡salud y vida para siempre!
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Éste fue el discurso pronunciado por el actor Héctor Noguera la noche del 6 de agosto de 2009, en la inauguración del Teatro NESCAFÉ de las Artes. Luego de sus palabras, Antonio Skármeta -quien fue el maestro de ceremonia- sentenció: “Teatro habemus”.