El pañuelo de Louis Armstrong

Un tributo de amistad y admiración para Daniel Lencina

Por Orlando Avendaño G.

¡Sálganse del agua cabros pelotudos! ¡Salgan y pa’ la casa… Ahora! Cuántas veces les he dicho lo mismo… ¡Pa’ la casa, ya! ¡Ahora!

Era la voz de Facundo, el mayor de los seis hermanos. Ellos sabían que los esperaría en la puerta de la casa y les daría un cachetón a cada uno. El menor y el más travieso de los hermanos era Dany y sabía que a él apenas le tocaría un tirón de orejas… A lo más; su hermano mayor, no lo castigaba jamás.

La familia Lencina vivía en las afueras de la localidad de Fray Bentos, a orillas del Río Negro, uno de los más grandes tributarios de gigantesco Río de la Plata, Uruguay.

Eran días duros, la pobreza reinaba en las áreas rurales del pequeño país. Los niños Lencina solo tenían el futbol y el arrancarse al río a refrescarse un poco. El resto, la escuela local, la iglesia y nada más. Así y todo crecieron en una familia donde sí sobraba el amor y la preocupación por ellos, eso era lo único que nunca no faltaba.

Con poco más de diez años, Dany asistió como casi todos los sábados a la parroquia local, donde cuando se podía daban una película. Esa vez ocurrió algo que marcaría para siempre la vida del niño Daniel. Se trataba de una pelíicula de Esther Williams, la estrella de los 50’s, gran nadadora, campeona olímpica representando a Estados Unidos, una de las favoritas de Hollywood. Sus películas eran hechas a la medida para que más temprano que tarde ella terminara en la piscina mostrando sus dotes de nadadora y su inigualable belleza, y aquella vez, en los jardines de la mansión donde se desarrollaba la acción, en un gracioso kiosquito, estaba nada menos que Harry James y su Big Band. Harry era un trompetista eximio y en las notas altas era inigualable, en esa escena exhibió toda su habilidad y con una banda detrás de él, que sonaba como jamás soñó el pequeño niño de Fray Bentos.

Esa tarde Dany quedó marcado a fuego, no lograba entender nada, menos intentar descifrar ese lenguaje endiablado del jazz de esos días, solo se quedó con la imagen de la trompeta en los labios de Harry, en sus manos, y por sobre todo cómo sonaba, cómo todo se invadió con ese sonido maravilloso.

Un par de años más tarde, la familia se trasladó en busca de mejores trabajos hasta la capital, a Montevideo. Allí el niño Daniel asistió a la escuela y se hizo de muchos amigos; solía aventurarse junto a otros compañeros hasta el centro de la ciudad, simplemente a jugar y a mirar las vitrinas. Un dia, sin más, se encuentra frente a frente con una trompeta reluciente, ubicada graciosamente sobre un impecable estuche, rodeada de otros instrumentos y diversos artículos de música.

El resto de sus compañeros siguieron sin él, que se quedó plantado allí, mirando por primera vez aquel instrumento con el que tantas veces había soñado. No le salía palabra, solo miraba pegado al vidrio. Se armó de valor y entró.

El dependiente resulto ser un caballero, paciente y amable, atendió al pequeño con inusitada deferencia, le sacó la trompeta de la vitrina, se la mostró, le explicó a grandes rasgos cómo se tocaba, la función de los émbolos, la boquilla, la forma de sostenerla. Y finalmente se la pasó.
Las pequeñas manos del niño sostuvieron por un rato, lo que para el fue un rayo, un chispazo, un brillo difuso. Un verdadero tesoro. En realidad era una lámpara, una linterna que iluminaría y guiaría finalmente la vida de este niño para siempre.

Llegó a su casa a contar a su paciente padre la maravilla que había descubierto. Estaba tan entusiasmado, tan excitado, que pensó que sería posible se la compraran ya, de inmediato. Cuando le dijo el precio del instrumento, su madre quedó petrificada: era más del sueldo mensual de su marido, con el cual sostenían no sin esfuerzo a la numerosa familia. Ella, pese a ello, intentó no desanimar al niño Daniel, pero tampoco de darle esperanzas falsas.

Daniel continuó visitando la tienda de música, hasta que finalmente hizo que el gentil dueño del establecimiento le pidiera de buena forma, que no viniera más, que ya le había dicho todo, que le habíia mostrado todo, que en realidad, él nada más podía hacer al respecto.

Cuando uno elige con tanta pasión lo que siente debe hacer de su vida, suelen ocurrir situaciones inesperadas, hechos que por alguna razón misteriosa, confluyen, suceden alrededor de uno para que de alguna forma lo imposible deje de serlo y simplemente ocurra. Lo sé, me ocurrió a mí, a los trece años cuando terminé sin imaginarme tocando con la mejor banda de jazz de esa época, por el simple hecho de estar en el momento adecuado en el lugar adecuado.

En una de las típicas pichangas del barrio que Daniel y sus amigos jugaban a diario, un chico nada bueno para el fútbol, le comentó que su padre le había regalado una trompeta hacía ya varios meses, para su cumpleaños, y que él no lograba ni siquiera hacerla sonar, que lo invitaría a su casa si él, Dany, le enseñaba algunas jugadas, para avanzar un poco y jugar con sentido, como lo hacía en el futbol, la pasión de todos los niños de esos dias y la pasión, en realidad, de un país entero, como lo es Uruguay.

Daniel no dudó un minuto y selló ese trato y no solo eso, lo cumplió, de igual manera su amigo, lo invitó a casa y Daniel por primera vez sintió,al fin, el suave roce, el beso sin fin que se siente al posar los labios sobre una boquilla de una trompeta.

Sintió que se transformaba, se transportaba, donde quiera que haya sido, pero de inmediato logró tocar con cierto sentido la melodía que guardaba en su mente desde que, hace ya varios meses, había visto aquella película. Su amigo le pidió que por favor tratara de comprarle la trompeta que él odiaba, que su papá se enojaría si él la dejaba botada, que prefería que con ese dinero le compraran un rifle pues su puntería magnifica.

De alguna manera llegaron a un acuerdo y finalmente Daniel pudo llegar un día a su casa, hasta donde su madre y contarle todo. Mamita, le dijo, si yo tuviera esta trompeta, un dia te acordarás de mi, seré el mejor trompetista de Uruguay y tocaré con las mejores orquestas… Su madre nada dijo, nada prometió, solo acarició su cabeza como solía hacerlo y dijo: «Ya veremos hijo… Ya veremos.

Pasaron varios meses en los que su madre se las arregló para ahorrar hasta el último peso, recortó el presupuesto familiar como mejor pudo y sin que nadie reparara. Un día, de vuelta del colegio, lo llamó a su dormitorio y con sus dos manos en la espalda, le dijo: «Mira hijo, mira lo que tengo para ti.» Y sin mas, le entregó la trompeta para atesorarla, como su primera trompeta. Daniel la aferró contra su pecho y llorando de emoción solo atinó, sin soltar la trompeta, a abrazar a su madre. Se selló, ese día, un pacto de por vida: él no dejaría su trompeta nunca más y la trompeta no lo dejaría a él tampoco. Puede ser, haya sido ese, el más importante abrazo que Daniel dio en su vida.

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No se detuvo ante nada, lo hizo todo solo, callado. Solo acompañado de su pasión, incluso a poco andar se presentó ante el primer trompeta de Sinfónica de Uruguay, un músico norteamericano, contratado para imponer una sonoridad a toda la línea de trompetistas y oficiar además como profesor. Este maestro lo acogió con especial cariño, al que Daniel respondió como alumno cumpliendo con cuanto su maestro le demandaba.

De pronto, por alguna razón, este maestro volvió a su patria y Daniel tuvo que seguir solo. Ya podía desenvolverse y conocía el instrumento. Practicaba todo cuanto le dijieron y no se detenía ante nada.

Se corrió la voz, de pronto: Louis Armstrong venía a Uruguay. Era un evento único que alcanzaba por igual a los aficionados al jazz y a los que ni siquiera lo conocian. Era 1955, todas las cosas inusuales eran verdaderos eventos entonces. Daniel, sí lo conocía. Y no solo eso: tocaba algunos de sus temas, con la misma sonoridad y se sabía los solos de memoría. De alguna manera se las arregló, para estar presente en el Teatro Municipal el único día que Armstrong se presentaría en la ciudad. Logró colarse de alguna forma y quedó en la primera fila del tercer piso del hermoso teatro. Justo en un momento que Louis hace un silencio para dirigirse al público, Daniel se pone de pie y le grita: ¡Royal Garden Blues, Louis! Louis reacciona de inmediato diciendo: ¡Hey! Se ve que hay alguien que conoce bien mi música… OK, la tocaremos, ahora. Para ti amigo.

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Casi a fines de Diciembre de 2013 fui invitado al Estudio de Christian Gálvez a grabar uno de varios programas pilotos para TV, de cuyo destino jamás me enteré, se trataban de entrevistas en profundidad matizadas con música en vivo que tocarian los invitados, con una banda de la casa bajo la dirección del virtuoso bajista Gálvez. Llegué con la antelación suficiente, para alcanzar a conversar un poco con los amigos y saludar a viejos colegas de la television que no veia desde muchos años.

Yo grabaría de 11 a 13 horas. Ese era el acuerdo. De pronto, llega Daniel Lencina, precedido como de costumbre por una cierta algarabía que le es tan propia, saludando por todos, su sola presencia genera alegría y ganas de tocar o cuando menos oírlo tocar lo antes posible.

Daniel Lencina es un hombre afectuoso, cálido, generoso, sin tapujos ni doblez alguno para demostrar sus afectos. Como siempre lo ha sido para mi, volver a verlo es un sincero agrado. Fue muy cariñoso conmigo como lo ha sido desde cuando nos conocimos, en el Festival Internacionl de Punta del Este, Uruguay. Yo tenia 18 años y tocaba con la banda del momento de esos dias, «Los Dixielanders» con Eugenio «Yuyo» Rengifo en trompeta.

Hicimos una buena amistad, que se selló cuando Daniel apareció en Santiago en 1970 y de inmediato me comprometió para su banda, la cual la integré con gran orgullo hasta 1975. Y él, a su vez, se integró a la mía, el Grupo Fusión.

Daniel, en medio de su exhuberancia, me pide que invirtamos el orden y le permita grabar a él primero, pues tiene que tocar algunas horas más tarde en Rancagua, si mal no recuerdo. ¿Qué podía decirle yo? Asi lo hicimos. Yo ya había grabado mi entrevista, ahora entonces no me quedaba más que sentarme en una especie de diminuto teatro y oír la conversacion de Daniel entrevistado por Alejandro Espinoza.

Muchas de las cosas que se hablaron yo las conocia desde hacía mucho, incluyendo algunos pasajes de sus inicios en la trompeta, de su niñez y juventud y de su mágica y breve relación con Louis Armstrong. Curiosamente a ambos siempre nos hermanó la presencia de este gigante del jazz, pues si bien es cierto las circunstancias fueron distintas, creo que nos encontramos entre los pocos músicos que fuimos distinguidos por el afecto de este inolvidable gigante. Por mi parte, junto a «Yuyo» Rengifo, tuvimos el honor de tocar para Armstrong, en 1957. Yo tenía 16 y Yuyo 17.

El sonido de Rengifo era idéntico al de Armstrong, el fraseo, la intención. Yuyo simplemente no sabía tocar de otra manera, desde muy niño aprendió con sus discos y con su música, cuestión que emocionó a Louis una noche en que se le ofreció una Cena de Honor a él y a su banda, en el Club de Jazz de calle McIver. Louis se emocionó hasta las lágrimas, y terminada nuestra actuacion, nos abrazó a ambos largo rato, mientras con su típico pañuelo se secaba el sudor y las lágrimas que indisimuladamente brotaron de sus ojos al oír la maravilla de trompetista que era Yuyo y al ver que en una banda de adultos había dos muchachitos tan jóvenes, fue muy cariñoso con ambos, especialmente con Yuyo a quien ofreció una beca para estudiar en USA.

De a poco, en ese estudio, me fui introduciendo en el mundo que por lo menos en detalles no conocía de mi buen amigo Lencina, fui oyendo cada vez con más atención y entusiasmo como fue relatando su niñez y su fortuito encuentro con la música. A ratos pegado en la butaca dejé de oír a mi buen amigo y empecé a vivir junto con él su increíble y sabroso relato.

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Cuando el adolescente, casi un niño, Daniel vio que Louis Armstrong le hablaba directamente a él, en ese teatro y además le dedicaba el tema solicitado, ya no lo pudo parar nadie. Concluído el concierto se separó de sus amigos, bajó a zancadas desde la galeria, se fue a la puerta del teatro con la idea de ser de los primeros que lo viera salir. Salía y salía gente y de Louis ni la sombra, hasta que alguien dijo «por ahi», se fue directo al Gran Ritz, el Hotel más fastuoso de Montevideo, distante unas cuadras del teatro.

Oir esto y partir para allá fue una sola acción. Daniel era un niño muy despierto y fraguó en su loca carrera un plan para llegar no a mirar la puerta del Hotel, sino para hablar con Armstrong, nada más ni nada menos.

Planeó entonces una estrategia, que no contemplaba la entrada principal del hotel para nada, se fue por atrás, por donde estaban las cocinas, las puertas de los proveedores, las salidas al sector de la basura y por una de esas se dijo, el minuto que abran una…¡me cuelo! Dicho y hecho. Al primer cocinero que se asomó a dejar una botellas vacías, como un fantasma se filtró, fue sorteando el extraño lugar, lleno de gente trabajando, para salir finalmente a un pasillo. Encontró una escala y empezó a subir. A poco andar, se salió de esa escala y entró a un pasillo alfombrado con hileras de habitaciones… Donde haya guardias o gente, se dijo, ahí tiene que estar Louis. Así siguió piso por piso mirándolo todo. De pronto, en el piso quince, se encuentra con la escena que había imaginado. Tan solo se acomoda un poco el pelo, se seca la transpiración y toma directo rumbo hacia la suite donde era evidente que estaba Louis. Habían algunos de sus músicos afuera, muchos americanos y guardias de pie y sentados, con la seguridad que lo acompaña hasta ahora, simplemente, pasó entre la gente, alcanzó a avanzar unos cuantos metros, hasta que una mano algo dura lo toma del hombro y le inquiere:

-¿Cuál es la idea, amiguito? ¿Dónde se supone que vas?

-Vengo a hablar con Louis Armstrong -replicó- Yo también toco trompeta y quiero…Y quiero…

-¿Y tu papá está contigo, niño?

-No, vengo solo, me llamo Daniel Lencina y toco la trompeta… Yo fui el que le gritó qué tema tocar en el Teatro, recién, hace un rato.

-¿Ves ese sillón en el pasillo? Siéntate ahí y espera, veré si el señor Armstrong te puede atender más rato.

Daniel se encaminó hasta el sillón, sabía que la mitad de su anhelo ya estaba cumplido y confiaba ciegamente en que lograría su cometido. Esperó y esperó, apenas sentado en el borde del lujoso sillón.

La media hora de espera al joven Dany le parecieró eterna. Ya casi cabeceaba de sueño y cansancio cuando un grandulón le tocó la cabeza y le dijo: Ya niño, pasa. Pero solo unos minutos, el señor Louis tiene que descansar. Dany abrió la puerta de la habitación despacito, no sabía ni imaginaba que sería o qué ocurriría cuanto estuviese frente al gran Louis.

Louis fumaba sentado, sin chaqueta ni corbata, mantenia su pañuelo en la mano y una copa de champagne en la otra. Lo miró desde su asiento, con cierta ternura. Daniel sintió que dos cuchillitos negros se le clavaban en su alma. Acércate, acércate, chico. ¿Así es que te gusta el jazz , eh? Daniel se repuso de inmediato y con la prestancia y seguridad con que ha recorrido su vida toda, replicó: «Sí, señor, yo toco trompeta como usted.»

Conversaron a gestos un buen rato. Armstrong le regaló un fragmento de su precioso tiempo y lo hizo con respeto y ternura por el muchachito ese. Le dijo cosas que Daniel no comprendió pero dos cosas sí lo marcaron: Le explicó cómo «emboquillar», esto es, cómo poner o posar la trompeta sobre los labios, para evitar esfuerzos innecesarios. Y lo último antes de acompañarlo cariñosamente hasta la puerta, le dijo: «Toma. Te regalo mi pañuelo, yo nunca dejo de tener mi pañuelo en la mano, este es para ti.»

A partir de allí se tejió toda una leyenda, que prendió por el pequeño país como pólvora seca. Fue entrevistado muchas veces por periodistas de radio y televisión. Coincidió que a poco andar Daniel se había transformado por lejos en el mejor trompetista de su pais, de hecho y permítanme hacer un recuerdo de mi propia experiencia: cuando oí tocar a Daniel en 1958 ya su «playing» era arrollador, sin concesiones, era pura y pura pasion y fuerza, además lo respaldaba un dominio notable del instrumento. Se tejieron historias al respecto, la más importante fue la del «Pañuelo Mágico», que todo su éxito solo se debió al hecho de haber recibido este «regalo mágico», no hubo en todo el país, un joven trompetista que no tuviese su trompeta y su pañuelo.

A partir de alli, Daniel no dejó más de tocar y hacerse una carrera ejemplar, su actitud generosa y abierta de músico profesional, le permitió tocar con todos los músicos y todo tipo de música, su humor, su actitud afable y amistosa le permitió ser acogido acá en Chile no solo con generosidad sino con sincera admiración. Daniel podía ser solista destacado o simplemente una silla más en la sección de trompetas de una orquesta. Tuve el privilegio de tocar con él por años en Tiempo de Swing, Daniel Lencina Quartet, Retamales-Kennedy Big Band, Grupo Fusión y en innumerables grabaciones y «cancheos», como se le llama a los trabajos de una sola noche. Tocamos por años en grabaciones de jingles y en TVN, como también cada noche en el Driving Lo Curro. Siempre de buen humor con una actitud generosa y genuina, nuestros hijos Matías y Daniel jugaron juntos en su casa, mientras nosotros estábamos o viajando o grabando.

El relato de Daniel, en el estudio de Christian Gálvez, fue tan intenso, tan emotivo para mi, que cuando él se retiró y vino mi turno de tocar con uno de los más destacados músicos de Chile, Gálvez y su cuarteto, estaba absolutamente afectado, muy emocionado y distraído. Prefiero no recordar esa perfomance mía, ese día.

De hecho, tras esa vez, no he vuelto a tocar nunca más y dudo que intente hacerlo nuevamente. Eso no importa.

Lo que sí importa es que en estos dias hay una sordina en la trompeta de Daniel, su sonido ya no es el mismo y toda su arrolladora fuerza, no es más que un susurro, cada día se extingue ese sonido que fue fuerza e inspiración para los jóvenes músicos. Apenas sí se oye su melodiosa maestría… Una cosa sí queda clara: no habrá tiempo, no habrá fuerza, no habrá soplido que logre apagar nunca la llama que tiene su hermoso corazón y menos el sonido de esa trompeta única.

Si Louis Armstrong supiera de tus pesares de hoy, seguro se despojaría de su mejor pañuelo, para que tu siguieras tocando…. para devolverte la fuerza que jamás se irá contigo.