En mi vida hay varios “antes y después”. Antonio Gades marcó, sin lugar a dudas, uno de ellos. Tuve la suerte de conocerlo en Buenos Aires, a mediados de los años ’80. Sabía de antemano de su profundo compromiso político y su innegable talento como coreógrafo y bailaor, pero aún así me impresionó su magnetismo.
Uno de los desafíos más importantes que he asumido en mi trayectoria como gestor cultural fueron las funciones de “Carmen” en la capital argentina. En aquel entonces los promotores locales se mostraban reacios a la idea de presentar aquel espectáculo, pero yo no dudé en tomar la oportunidad en cuanto se presentó.
Como vivía en Brasil, hice mis maletas y me instalé en Buenos Aires. Los meses previos a las funciones estuvieron pavimentados con desafíos y emociones. Soñábamos con llenar el Teatro Ópera por dos o tres semanas. Y el sueño se hizo realidad: “Carmen” fue un éxito rotundo.
Lo que no imaginaba en ese momento es que esos días que transcurrieron desde la primera hasta la última función me darían la oportunidad de compartir con Antonio, de observar de cerca su profesionalismo, su entrega, el cuidado y preocupación que ponía en cada detalle, su entrega y defensa de los ideales de la izquierda. Su nivel de exigencia. Su carisma. Allí se cimentó una amistad maravillosa que mantuvimos hasta su muerte en 2004.
La misma intensidad que Antonio demostraba en el escenario se extendía a todos los aspectos de su vida. Antonio no era un amigo lejano ni ausente. Fue quizás por eso que nos encontramos tantas veces: algunas en La Habana, otras en Rio de Janeiro, Madrid o la propia Buenos Aires.
A Chile vino en 1995 para presentar “Carmen y «Fuenteovejuna”. Sus problemas de salud nos obligaron a postergar las fechas anunciadas originalmente. Antonio se operó en Cuba y un tiempo después llegó a Santiago para encontrarse con el público nacional. Yo estaba tras bastidores, sorprendido y poco frustrado de que la sala estuviera a medio llenar.
Me costó mucho entender por qué no se habían agotado las entradas, por qué este gigante de la danza no estaba actuando ante tantísimos ojos más. Pero e él no le importó. Bailó como lo hacía siempre. Se entregó como nunca.
Esa noche, parado tras bastidores después de 30 o 40 minutos de espectáculo, vi que la camisa blanca de Antonio tenía una mancha roja. La herida de la operación sangraba. Cuando salió del escenario momentáneamente traté de convencerlo de que no siguiera, pero él le restó importancia a la situación y no accedió.
Antonio Gades vivió a tablero vuelto. Intenso, consecuente, alegre, disciplinado. Fue para mí maestro y amigo al mismo tiempo. Un maestro que merece ser recordado y cuyo legado debe ser celebrado. Un amigo que jamás será olvidado.
Alfredo Saint-Jean Domic